Hace casi diez años nacía Instagram, una red social que se usaba como plataforma para mostrar fotos a tu familia o amigos, algunos filtros entretenidos, crear una foto vintage, algún que otro marco de diapositiva y compartir. Rápidamente, responsables de las industrias del marketing y la publicidad vieron un potencial sobre su plataforma y comprendieron el verdadero poder de Instagram: la red no te “mostraba” la vida de tus contactos, sino que las comercializaba. A medida que el tiempo pasaba, los usuarios alimentaban la red aparentando cierto status, cierta felicidad que era digna de cualquier comercial publicitario: Instagram se había convertido en un showroom de vidas ficticias y eso vendía. Su crecimiento fue tan exponencial que Facebook compró la plataforma para potenciarla aún más.
Pero hoy no vamos a extendernos en grandes compras millonarias o manejos del mercado tecnológico, vamos a ir un poco más en profundidad porque el uso de Instagram no solo cambió muchas técnicas de marketing, también creo el problema de exhibir sólo lo perfecto, y le digo problema porque sus usuarios comenzaron a sentir la presión de ser “perfectos” y por el otro lado alimentar esa efímera fama que sube y baja tan rápido, tan rápido como el mundo de las redes sociales se transforma.
Sus usuarios publican pequeños detalles de sus vidas privadas y previamente entran en el proceso de edición, elegir el filtro perfecto, el encuadre ideal, ajustar el contraste para generar mayor cantidad de likes, agregar la ubicación, agregar amigos, y, por último: los hashtags. Ese ritual para la publicación de contenido puede llevar entre 3 y 10 minutos (si hablamos de videos) y muy probablemente sea para un material que va a estar publicado para tus contactos por 24hs. O bien publicaron la foto/video en tu línea de tiempo y que públicamente vean todos sus comentarios o interacciones.
El tiempo y esfuerzo que se dedica en la publicación tiene su recompensa: los me gusta. Ese corazoncito que recibe tu foto, tu cerebro lo reconoce como una recompensa y la sensación es tan satisfactoria que tu cerebro pide más, ya vas a pensar cuál va a ser tu próxima publicación.
Al minuto de tomar una droga, beber alcohol, o fumar un cigarrillo, el cerebro genera dopamina que es un químico asociado con el placer, recibir un like, o ver que tu historia tiene muchas vistas también genera placer y dopamina, pero el hecho de que no está garantizado que tu posteo vaya a tener la reacción que vos esperas te lleva al terreno de lo impredecible… Si se supiera que por cada publicación vas a tener 100 likes, Instagram se volvería bastante aburrido rápidamente. Otro nivel está en poder ver quién te dio ese like, ¿Fue un amigo tuyo? ¿Un conocido? ¿Amigo de un amigo? ¿O un auténtico desconocido que llegó por medio de un hashtag?.
A la adicción que genera la red, hay que sumarle el síndrome FOMO (fear of missing out) que es la angustia que sienten sus usuarios al estar desconectados, pensando que se están perdiendo de algo que está pasando en este instante, contenidos tan efímeros y volátiles que si llegas tarde no lo vas a volver a ver más. Es todo tan inmediato que irse a dormir puede ser una pérdida de tiempo, ¿Cuánta gente, apenas se despierta, lo primero que hace es ver sus redes?
El abuso de redes sociales hace que sus usuarios sean más propensos a sufrir problemas de salud mental, angustia o síntomas de ansiedad, escenarios recientes donde los investigadores y especialistas están ideando técnicas para aplacar estos problemas.
“El fumar mata” dice el paquete de cigarrillos que ves exhibido en kiosco, “Prohibida su venta para menores de 18 años”, dicen las publicidades de bebidas alcohólicas. ¿En breve sería muy insensato pedir a las empresas propietarias de las redes que implementen medidas como avisos o advertencias en sus aplicaciones para evitar que esto ocurra?.
Nota publicada en TELAM el 21/10/2019
http://www.telam.com.ar/notas/201910/402000-por-que-somos-tan-adictos-a-instagram.html