
No importa si viste a Tralalero Tralala, si sabés quién es Sahur, si escuchaste el “Tung Tung Tung” de fondo mientras tu hijo, tu sobrino o tu algoritmo veía un video editado al borde del delirio. No importa si jamás escuchaste hablar del tiburón con zapatillas enormes de Nike. No hace falta haberlos visto para entender el punto. Porque no se trata de un personaje ni de una tendencia puntual. Se trata de una lógica que venimos viendo hace años, solo que ahora volvió recargada, más absurda, más rápida. Y más viral que nunca.
Los brainrots italianos —como se los llama por ahora— no son un fenómeno aislado ni un chiste interno de los más adolescentes. Son la expresión última de una forma de producir contenido que ya no busca informar, ni emocionar, ni siquiera entretener. Solo quiere interrumpir. Ser más fuerte que lo que estabas pensando. Capturar tu sistema nervioso, aunque sea por cinco segundos. No es humor. No es storytelling. Es otra cosa. Es ataque sensorial en su máximo esplendor.
La traducción literal de brainrot sería algo así como “pudrición cerebral”. Pero no en el sentido de “te hace más tonto”, sino en el de “te deja sin defensas”. Porque cuando ves un video con un mono digital, con acento robotizado, girando en loop y repitiendo frases que no significan nada, tu cerebro no interpreta: se rinde.
Es una forma de hipnosis de bajo coste. De anestesia compartida. Y lo más interesante es que ni siquiera requiere actores, ni animadores, ni estudios de producción. La mayoría de estos personajes son generados por inteligencia artificial, combinando prompts absurdos, audios reciclados y filtros automáticos. Son criaturas fabricadas desde el vacío con una única misión: volverse virales.
Esto no lo inventó TikTok. Ni YouTube. Ni la generación Z. Vimos señales claras hace años con Baby Shark, los “slimes” que explotaban al ritmo de canciones editadas, los filtros de voz, los videos de “el niño interior” y los minions en bucle eterno.
Pero algo cambió en 2024 y 2025. Ya no solo miramos contenido deformado: ahora lo deformamos automáticamente. El algoritmo no solo recomienda, ahora también produce. La IA no solo sugiere qué ver, ahora genera qué vas a ver. Es una maquinaria que crea estímulo sin autoría, sin proceso, sin criterio estético, ni filtro cultural. Y por eso es tan potente.
¿Por qué funciona? Porque es más rápido que vos. Porque no apela a tu comprensión sino a tu pulsión. Porque entiende que ya no hay tiempo para una historia completa. Y porque, como decía Bauman, en una cultura líquida todo lo que no se adapta a la inmediatez se descarta. El contenido de hoy se construye como los snacks: pequeños, salados, adictivos y sin valor nutricional. No importa si viste el video entero. Lo importante es que no lo pasaste. Que te quedaste medio segundo más.
¿Y qué dice eso de nosotros? ¿Qué nos dice que el algoritmo haya encontrado su formato ideal en la saturación, el ruido y muchas veces en el sinsentido?
Quizás no estemos viendo un “deterioro cultural”, como repiten algunos, sino una respuesta lógica a un entorno emocionalmente agobiante. Quizás estas criaturas digitales —Talantrino, Sahur, el cocodrilo— no sean solo objetos de consumo, sino íconos de una generación que ya no puede sostener la atención, ni la ansiedad, ni la expectativa de tener que “aprovechar el tiempo”.
Tal vez no quieran pensar. Tal vez no puedan. Tal vez estén pidiendo, con esos videos, que alguien por fin les saque el peso de tener que estar siempre presentes, productivos, conscientes, enfocados. No para desconectarse del mundo, sino para poder soportarlo.
Tampoco se trata de dramatizar todo. El absurdo es parte de la historia del arte, del humor, de la vida misma. Pero hay una diferencia clave entre reírse de lo absurdo y no poder parar de consumirlo. El problema no es que existan los brainrots. El problema es que se transformen en el lenguaje dominante de nuestra dieta digital. El contenido que más vemos. El que más compartimos. El que nos ve.
La pregunta no es si te hace bien o mal. La pregunta es qué otras cosas estás dejando de ver porque el algoritmo te sirvió eso primero. Qué otras formas de percepción, de sensibilidad o de reflexión estás perdiendo sin darte cuenta. Porque hay algo más perverso que ver un cocodrilo con acento italiano diciendo barbaridades. Y es pensar que eso es todo lo que tenés ganas de ver.
Yo también obvio que los veo. A veces me río. A veces me atrapan. A veces los dejo correr en segundo plano como si no me afectaran. Pero después me pregunto: ¿qué parte de mí se resignó a que esto es lo único que se viraliza? ¿Qué parte mía acepta que, en este contexto, la única narrativa posible es la que se disuelve en loops sin sentido?
No tengo la respuesta. Pero si el contenido digital actual es reflejo de nuestras tensiones como sociedad, el brainrot es el síntoma de un cansancio profundo, de una atención herida, de una generación que no puede, no quiere o no sabe cómo frenar. Y ante eso, el antídoto no es moralizar ni apagar el teléfono. El antídoto es construir algo que valga más la pena que cinco segundos de ruido. Algo que no se pueda generar con un prompt automático. Algo que te pida estar. No quedarte.
No va a ser viral. No va a estar optimizado para retención. No va a tener nombre en italiano ni beat acelerado. Pero capaz sea eso lo que más nos esté faltando.
Un contenido que nos devuelva, aunque sea por un rato, la posibilidad de sentir algo más que estímulo. Y de elegir, incluso en medio del ruido, qué queremos ver. Y por qué.