2024 es un archivo comprimido lleno de carpetas mal etiquetadas. Algunas las abriste y encontraste cosas que te hicieron sonreír. Otras, las dejaste ahí porque no sabías qué hacer con ellas. Ahora es diciembre y la pantalla de tu vida muestra un cartel que dice: “¿Desea guardar los cambios?”. Pero, ¿qué significa cerrar un año? ¿Qué es ese acto simbólico que nos obliga a comprimir 365 días en un balance perfecto? ¿Y, sobre todo, quién inventó esta tortura?
Diciembre se siente como el mes de los exámenes finales de una materia que no cursaste en la facultad. De repente, tenés que justificar todo lo que hiciste, lo que no hiciste e incluso lo que nunca pensaste hacer pero ahora sentís que deberías haber hecho. Las redes no ayudan. Están llenas de resúmenes anuales, fotos de gente que parece estar cerrando ciclos con la perfección de un guion de película independiente. Y ahí estamos nosotros, con la presión de que cada día de diciembre tiene que ser significativo. No importa si estás en tu casa viendo la misma serie que empezaste en junio. Diciembre exige acción, movimiento, simbolismo. No se puede simplemente ser.
El problema con esta narrativa del “cierre del año” es que asume que la vida se organiza en actos prolijos. Como si nuestras historias personales fueran temporadas de una serie con finales claros. Pero la verdad es más parecida a una novela incompleta, escrita a varias manos y con páginas arrancadas. Algunos capítulos se alargan demasiado, otros se cortan abruptamente y hay cosas que quedan sin resolver. Diciembre quiere convencernos de que todo tiene que cerrar en un moño perfecto, pero la vida no es una caja de regalos.
Hace poco, encontré una lista de resoluciones que escribí en enero. Era optimista, por no decir delirante. Ahí estaba todo lo que supuestamente iba a lograr: proyectos terminados, hábitos saludables, viajes inolvidables. Casi me reí en voz alta. No porque fracasé en cumplirlos, sino porque el yo de enero no tenía idea de lo que el año traería. ¿Cómo podía planear un año completo desde la inocencia de un verano recién arrancado? Pero lo hacemos todos. Nos ponemos expectativas como si pudiéramos anticipar cada curva en el camino. Diciembre llega y nos damos cuenta de que las resoluciones no eran profecías, sino apuestas.
La presión por “cerrar bien el año” también tiene otro problema. No solo nos hace cargar con culpas, sino que convierte al presente en un trámite. En lugar de disfrutar diciembre, lo vivimos como una carrera contra el tiempo para rendir cuentas. Queremos cuadrar las cuentas emocionales, laborales y sociales antes del 31, como si la vida nos fuera a dar un diploma por esfuerzo. Pero nadie te va a aplaudir por tachar todas las tareas de tu lista de pendientes. Y si lo hicieran, probablemente estarías demasiado cansado como para disfrutarlo.
¿Y si dejamos de pensar en diciembre como un cierre? ¿Qué pasaría si lo tratáramos como una pausa, un momento para respirar y no para rendir examen? Pienso en las veces que intenté “cerrar bien” un año y terminé más agotado que satisfecho. Quería dejar todo listo, limpio, como si la vida pudiera organizarse en estanterías. Pero la vida no funciona así. Los ciclos no terminan porque lo dice un calendario. Las historias importantes no piden permiso para empezar ni para terminar.
La mejor manera de cerrar un año es no cerrarlo. Dejar los bordes abiertos, permitir que lo incompleto exista sin culpas. La obsesión por el moño perfecto nos aleja de lo que realmente importa. No todo tiene que ser simbólico, no todo tiene que tener un final. A veces, lo mejor que podemos hacer es aceptar el caos, el desorden, lo inacabado. Porque ahí, en ese espacio sin forma, es donde la vida realmente sucede.
El año no termina hasta que vos lo decidas. Y no porque tengas que cerrar algo, sino porque entendés que no todo necesita un cierre. Creo que lo mejor que podés hacer es simplemente seguir. Dejás de correr contra el tiempo y te permitís estar. Y ahí, en esa pausa, descubrís que lo que realmente importa no necesita moños divinos ni etiquetas. Solo necesita que lo vivas.