El derecho a desaparecer

Desaparecer. Esa palabra que durante siglos fue sinónimo de tragedia, hoy empieza a adquirir otro peso: el del deseo. En una era donde todo se rastrea, se archiva, se responde y se geolocaliza, desaparecer se volvió un acto de rebeldía emocional. Un gesto raro, sospechoso. Difícil de explicar. Y más difícil aún de justificar.

Porque si tenés señal, si estuviste en línea, si subiste una story, si dejaste el tilde azul activado… ¿cómo puede ser que no respondas? ¿Cómo puede ser que no quieras estar?

El nuevo contrato social no escrito —firmado en letra chica por todos— dice que si estás disponible, tenés que demostrarlo. Que si te conectás, también te conectes con los demás. Que si te desaparecés, al menos mandes un emoji que lo explique.

La hiperconectividad nos hizo perder un derecho fundamentalel de no estar sin tener que dar explicaciones. No estamos hablando de ghosting, ni de irresponsabilidad afectiva. Estamos hablando de descanso. De silencio. De respirar sin que nadie lo sepa. De que no todo espacio vacío tenga que ser llenado con una respuesta.

Desaparecer, en este contexto, no es desaparecer del mundo. Es salirse un rato de la escena digital sin cargar con la culpa. Es dejar de dar señales de vida sin que eso sea leído como un síntoma. Es no postear, no contestar, no reaccionar… y seguir existiendo igual.

Pero claro, eso hoy incomoda. Porque nos acostumbramos a relacionarnos por huellas digitales. Si alguien no da signos de actividad, asumimos que algo está mal.

Y ahí surge la paradoja: estamos tan acostumbrados a la presencia constante, que el silencio se volvió ruido.

¿Desde cuándo no estar es una falta? ¿Desde cuándo necesitamos justificar el vacío?

Nos criamos creyendo que la desaparición era una forma de abandono. Hoy, en muchos casos, es lo contrario: una forma de cuidado. Desaparecer puede ser una forma de volver a uno mismo. De dejar de emitir para empezar a procesar.

La tecnología nos dio presencia continua, pero también una sobreexposición emocional que agotaNo es normal que todos sepan dónde estás, qué hacés, con quién salís, qué canción escuchás. No es sano que todo tenga que compartirse, narrarse, justificarse.

Desaparecer es apagar esa narrativa por un rato. Es no tener que explicarle al mundo qué te pasa. Y para muchos, eso es una amenaza. Porque vivimos en una sociedad que no tolera lo invisible. Que necesita prueba de vida cada cinco minutos.

Pero justamente por eso hay que recuperar ese derecho: a no ser rastreado, a no ser leído, a no estar todo el tiempo disponible para el consumo emocional de otros.

Quizás el próximo avance real en derechos digitales no tenga que ver con más conectividad, sino con más espacio para desconectarse. No con más opciones para mostrar, sino con más legitimidad para no mostrar nada.

Desaparecer sin drama. Volver sin explicaciones. Habitar el silencio sin tener que pedir permiso. Ese debería ser el nuevo lujo. El nuevo acto de presencia.