
Esta semana volví a caer. Volví a escribir una columna sobre una tendencia que parecía inofensiva, que empezó como un chiste de internet y terminó disparando preguntas más incómodas de las que me hubiera gustado enfrentar.
Me refiero al trend del “genio que malinterpretó mi deseo”, esa serie de memes donde pedís algo supuestamente profundo y la inteligencia artificial te responde con una interpretación literal, absurda, a veces tierna, a veces algo grotesca.
Pedís “una conexión auténtica” y te entregan la imagen de dos enchufes. Pedís “más profundidad” y te dibujan un pozo cavado profundo en la arena.
Yo también jugué. Lo admito. Armé mi propio carrousel en Instagram, reí, edité, le puse música. No me ubico afuera del fenómeno, ni pretendo mirar desde un pedestal intelectual a quienes caen en lo mismo. Pero en esa participación también apareció una incomodidad: ¿por qué nos reímos tanto de este malentendido? ¿Qué está pasando debajo de esa risa rápida?
A diferencia de los brainrots italianos —aquellos videos frenéticos y absurdos que apenas exigen atención y que parecen hechos para licuar la mente en segundos—, este trend al menos tiene un segundo nivel de lectura. Hay ironía, hay un juego consciente con la fragilidad del lenguaje, con el desfase entre lo que decimos y lo que el sistema entiende. No es solo dopamina cruda, es una pequeña representación de un conflicto mucho más grande: el de nuestras expectativas enfrentándose a las limitaciones estructurales de las inteligencias artificiales.
Las plataformas actuales pueden generar imágenes brillantes, combinaciones imposibles, efectos que hace años requerirían equipos enteros de producción audiovisual. Hoy, con un comando, cualquiera puede crear su propia pieza potencialmente viral. Esa democratización creativa es tan fascinante como peligrosa al mismo tiempo. Porque nos expone a un sistema de consumo hiperacelerado donde el valor ya no reside en la profundidad de lo que pedimos, sino en la rapidez con la que el pedido puede transformarse en contenido.
Es interesante ver como celebramos el ingenio del genio que malinterpreta nuestros deseos, pero rara vez nos detenemos a pensar en el eco de esa dinámica en otros planos de la vida digital. La traducción automática de emociones complejas en imágenes literales no es exclusiva del humor de redes, es la misma lógica que se aplica en cómo compramos, cómo interactuamos, cómo aprendemos. Automatizamos hasta el deseo y nos sorprendemos de recibir resultados automáticos. Nos reímos de la IA que no nos comprende, como si nosotros mismos no estuviéramos formando parte activa de esa distorsión.
Claro que también habría espacio para señalar el costo ambiental de esta fiesta de imágenes y videos generados. Cada pequeña pieza que se crea consume energía, recursos, procesos de cómputo que se suman a una infraestructura digital cada vez más voraz. Pero repetirlo mecánicamente sería caer en un purismo que poco tiene que ver con el espíritu de estas tendencias. No se trata de culpar a quien hace un meme o un carrusel. Se trata de entender que hasta en las bromas más inocentes se replican las lógicas que estructuran el ecosistema en el que vivimos.
Lo que hace que este trend sea diferente de otros fenómenos virales recientes es que, debajo de la risa y el absurdo, asoma una autoconciencia sutil. Nos reímos de cómo la tecnología nos malinterpreta, pero también de cómo nosotros mismos formulamos deseos torpes, imprecisos, excesivamente abstractos, esperando que alguien —o algo— los entienda a la perfección. Y cuando eso no sucede, la solución no es la frustración, sino el humor.
No es casual que el meme se haya vuelto uno de los lenguajes privilegiados de nuestra época. Hay una especie de honestidad brutal en admitir que estamos rodeados de errores de interpretación, de traducciones defectuosas, de expectativas incumplidas. Y que, lejos de resignarnos, decidimos reírnos de ese desfasaje como una forma de seguir adelante.
Me río de mí mismo cuando pienso que hace unos años escribía sobre filosofía de la tecnología y ahora escribo sobre un cocodrilo que baila o un genio que interpreta deseos de manera literal. Pero en el fondo sospecho que el nivel de reflexión necesario no bajó. Lo que cambió fue el campo de batalla.
Hoy, para entender cómo pensamos, cómo deseamos, cómo fallamos, hay que mirar memes, trends, loops absurdos de TikTok. Ahí está el pulso de lo que somos.
Puede que el genio no haya entendido lo que quería. Puede que yo tampoco haya formulado mi deseo de manera perfecta. Pero mientras sigamos siendo capaces de mirarnos en esos malentendidos con una mezcla de ironía y ternura, todavía habrá algo profundamente humano resistiendo entre tanto automatismo. Y eso, aunque no sea el deseo original, no deja de ser un milagro.