Hay un momento en cada día en que todo parece saturado de positividad forzada, impostada. Estás navegando en las redes, y ahí está: una frase motivacional con fondo de amanecer, un “sonríe, que la vida es bella” pegado en alguna story, como si la vida fuera tan simple como ajustar tu estado de ánimo con un botón. Es entonces cuando me pregunto: ¿por qué sentimos que tenemos que estar bien todo el tiempo?
La positividad se ha convertido en una especie de dogma. Si no estás proyectando optimismo, algo está mal con vos. No importa si tu vida se desmorona, siempre habrá alguien que te lance un “todo pasa” como si fuera una solución mágica. Pero detrás de esa fachada de optimismo constante hay un problema: nos estamos amputando emocionalmente. Estamos transformando la tristeza, la frustración y el enojo en tabúes, como si fueran emociones ilegítimas.
Vivimos en una cultura que ha decidido que cualquier emoción que no sea alegría debe ser eliminada. Se nos ha entrenado para ocultar el dolor bajo capas de filtros, frases hechas y sonrisas falsas. Pero ¿qué pasa con todo lo que dejamos de sentir? ¿Qué hacemos con esas emociones que no tienen espacio en esta sociedad hiperpositiva? No desaparecen. Se acumulan como una bomba de tiempo emocional.
El problema no es solo personal, es colectivo. Nos rodeamos de frases como “la felicidad es una elección”, como si el sufrimiento fuera culpa nuestra por no estar eligiendo bien. Este discurso no solo es violento, sino que es peligroso. Niega la complejidad de la experiencia humana y, peor aún, nos hace creer que estamos solos en nuestro dolor porque todos los demás parecen estar “vibrando alto”.
Jean-Paul Sartre decía que estamos condenados a ser libres, pero en 2024 estamos condenados a ser felices. Y lo peor es que esta dictadura de la positividad no permite fisuras. Intentá decir “no estoy bien” sin sentir que el mundo te mira con incomodidad o te ofrece soluciones de manual. No queremos procesar el malestar, queremos anestesiarlo.
Hemos creado un sistema donde el dolor solo es válido si viene acompañado de una lección. Si no lo transformás en algo productivo, simplemente no tiene espacio.
Y aquí es donde la cultura del optimismo nos está robando algo esencial: la autenticidad. Las emociones incómodas no son glitches en el sistema, son una parte fundamental de lo que nos hace humanos. Fingir que estamos bien todo el tiempo es una forma de autoengaño, y peor aún, de desconexión. Porque cuando fingimos estar bien, no solo nos mentimos a nosotros mismos, sino que impedimos a los demás mostrarse vulnerables también.
La verdadera plenitud no viene de eliminar el dolor, sino de aprender a convivir con él. De aceptar que hay días no tan buenos, y que eso está bien. La felicidad no es un estado permanente, es un interludio que apreciamos precisamente porque conocemos el dolor.
Deberíamos rebelarnos un poco contra esta dictadura del optimismo. Decir “no estoy bien” debería ser tan válido como cualquier otra confesión. Tal vez ahí, en esa honestidad, es donde reside la verdadera conexión humana. Y quién sabe, al soltar esa máscara de felicidad perpetua, tal vez encontremos algo mucho más valioso: la libertad de ser completamente, desordenadamente, humanos.