La monotonía del placer

El otro día estaba escuchando una playlist de “hits de los 2000” en automático, esas que Spotify te arma como si fuera un amigo que te conoce desde el secundario. Mientras sonaba el quinto tema, me di cuenta de que no sentía absolutamente nada. Ni un cosquilleo de nostalgia, ni una mínima sonrisa. Era como si estuviera escuchando ruido blanco con melodía. Y ahí me cayó la ficha: ¿cuándo el placer dejó de ser placentero? ¿Cuándo lo extraordinario se convirtió en un trámite más?

 

Vivimos en la era de la hiperestimulación. Todo está diseñado para darnos un golpe instantáneo de dopamina: una notificación, un meme, el “me gusta” en la foto cuidadosamente editada y curada. La promesa es clara: si algo no te sorprende, no te gusta o no te genera placer en los primeros cinco segundos, hay mil opciones más esperándote. Pero esta abundancia viene con un precio: la monotonía. Porque cuando todo es un estímulo, nada realmente te sacude.

 

Hace unas semanas, un amigo me invitó a un restaurante nuevo, esos que prometen una experiencia gastronómica única. Todo era perfecto: el lugar, la iluminación, el menú que parecía escrito por un poeta contemporáneo. Pero, mientras comía, me sorprendí revisando el celular, buscando algo más emocionante que el plato frente a mí. El problema no era el restaurante, ni la comida. El problema era yo, o más bien, mi incapacidad para quedarme en un momento sin buscar el próximo hit de placer.

Y no es solo con la comida. Lo mismo pasa con las series, los libros, incluso con las relaciones. Terminás un episodio y automáticamente te salta la sugerencia del siguiente. No hay espacio para digerir lo que acabás de ver. Todo tiene que ser continuo, una avalancha de entretenimiento que no te deja pensar ni por un segundo: “¿realmente estoy disfrutando esto?”
Byung-Chul Han lo llamaría “la sociedad del cansancio”. Vivimos agotados no porque trabajemos más, sino porque consumimos sin pausa. Y no solo consumimos productos, sino experiencias. El ocio, que alguna vez fue un espacio para la reflexión, se ha convertido en otra tarea por completar. Ya no es suficiente con mirar una película, tenés que haberla visto el día del estreno, haberla comentado en X, y haber escrito una reseña en Letterboxd. ¿Dónde quedó el simple placer de disfrutar algo sin convertirlo en un proyecto?

En mi caso, lo noto especialmente con las redes. Antes, subir una foto a Instagram era algo especial, un momento para compartir. Ahora es casi un acto reflejo. Una foto más, un like más, y sigo con mi día. Pero, ¿cuánto tiempo pasó desde la última vez que algo realmente me sorprendió en redes? ¿Desde que una publicación me hizo sentir algo más allá de un fugaz “qué lindo”?

El problema es que, cuando todo se vuelve tan accesible y repetitivo, perdemos la capacidad de valorar lo que tenemos. Es como si el placer se hubiese convertido en un producto desechable, algo que consumimos sin pensar y descartamos al instante. Y, lo peor de todo, es que cuando nos damos cuenta de esta monotonía, la solución que buscamos es… más de lo mismo. Otro scroll infinito, otra playlist, otra experiencia diseñada para satisfacerte de inmediato.

¿Cómo salimos de este ciclo? No es cuestión de buscar placeres más grandes o más intensos. Quizás sea hora de dejar de llenar cada segundo con algo. De aprender a estar, incluso cuando eso implica un vacío incómodo.

La clave no está en perseguir el placer como si fuera un premio, sino en reconocerlo cuando aparece, en formas pequeñas y sutiles. No necesitamos que todo nos sorprenda constantemente; a veces, lo que más nos llena es simplemente detenernos y mirar con atención lo que siempre estuvo ahí.

Porque lo que nos vacía no es la falta de estímulos, sino nuestra incapacidad de reconocer que el placer real no grita, no exige, no se acumula.

Y sí, el placer real se descubre en el momento en que dejamos de buscarlo.