
El problema no es el visto. Es que muchas veces no nos animamos ni a mirar. Porque abrir el mensaje es aceptar que hay algo del otro lado que nos interpela. Que quizás ya no somos los mismos. Que si contestamos, algo cambia. Que si ignoramos, también.
Y en ese punto intermedio —ni contacto, ni ruptura— nos instalamos. Nos volvemos expertos en mantener relaciones congeladas. Como si se pudiera pausar el afecto. Como si no leer fuera una forma válida de seguir estando.
Pero los vínculos no son eternos. Tampoco son archivos. Son procesos. Fluyen o se estancan. Viven o se secan. Y si no los tocamos, si no los regamos, si no nos animamos a abrir lo que dejamos en espera… tal vez ya no haya nada que abrir.