En un mundo donde la información se mueve a la velocidad de un click y la opinión pública se moldea a golpe de trending topics, la política ya no se juega únicamente en las urnas. Hoy, el poder se disputa en los feeds. En 2025, Washington DC fue testigo de una escena tan simbólica como inquietante: la asunción de Donald Trump, rodeado no solo de políticos y militares, sino también de los rostros más poderosos del mundo tech. Zuckerberg, Bezos, Pichai y Musk. ¿Casualidad? Difícil creerlo.
Estos hombres controlan las plataformas que definen lo que leemos, lo que compartimos y, en gran medida, lo que creemos. En la ceremonia, Elon Musk fue designado “consejero superior” del presidente. Poco después, Bernie Sanders, en la última fila, tuiteó: “Cuando tres de los hombres más ricos de Estados Unidos respaldan al presidente, uno se pregunta si esto sigue siendo una democracia del pueblo o de los multimillonarios”. El mensaje se viralizó al instante.
The Verge, medio estadounidense especializado en tecnología, describió la escena como “un juego de conveniencias políticas y económicas donde la retórica de la libertad de expresión encubre favores, inversiones y la perpetuación de un ecosistema diseñado para manipular la atención humana”. Un ecosistema donde la información no se distribuye de forma neutral, sino programada para maximizar la viralidad, la polarización y, sobre todo, el control.
En un ecosistema donde el control de la narrativa es poder, los algoritmos se convierten en los nuevos árbitros de la realidad. Un tuit puede definir la agenda de un día entero. Un video viralizado puede cambiar la percepción de un candidato. En un instante, una imagen puede dar la vuelta al mundo y reforzar o destruir una narrativa política.
La manipulación digital es sutil. No altera votos directamente: moldea la percepción, define qué discutimos y cómo. Y lo más inquietante: no es un solo poder en la sombra, sino miles de sistemas optimizados para objetivos distintos. Lo que vemos, lo que nos indigna, lo que nos emociona: todo está filtrado por algoritmos que ordenan la conversación sin que lo notemos.
Noam Chomsky ya lo dijo: “el control de la información es poder. En la era digital, este control se ejerce de manera fragmentaria y automatizada, distorsionando el debate público. La democracia se reduce a interacciones en pantalla donde la emoción vence al pensamiento crítico”.
Pero lo más inquietante no es la manipulación evidente, sino la invisibilizada. No es un solo poder en la sombra, sino miles de sistemas optimizados para objetivos distintos. Y detrás de esos miles de sistemas, hay programadores con sesgos, inversores con agendas y CEO’s negociando con gobiernos.
¿Cómo se construye una ciudadanía crítica en un ecosistema diseñado para el refuerzo y no para la reflexión? ¿Qué responsabilidad tienen las plataformas en la erosión de la democracia? ¿Es posible una red social donde los incentivos no premien la polarización, sino el pensamiento crítico?
Antes de adentrarnos en ejemplos, vale la pena reflexionar sobre la premisa central: ¿qué sucede cuando las decisiones políticas no solo se toman en los pasillos del poder, sino en los algoritmos que definen qué se ve, qué se comparte y qué se silencia? Porque en el siglo XXI, la guerra no se libra con armas ni urnas. Se libra en los feeds, un campo de batalla donde cada like, cada retuit, cada click es un voto invisible en la narrativa que terminará imponiéndose.
La política solía tener escenarios físicos definidos: el Congreso, las plazas, las asambleas. Hoy, el debate se libra en lo digital, y X –antes Twitter– es su arena principal. Su historia es un experimento entre innovación, caos y poder. Fundada en 2006 por Jack Dorsey, Noah Glass, Biz Stone y Evan Williams, en sus primeros años la plataforma era un foro abierto donde las ideas podían circular con relativa libertad. Un territorio digital donde la inmediatez y la brevedad se convertían en armas poderosas.
Sin embargo, a medida que las elecciones se digitalizaron, las estrategias de manipulación algorítmica evolucionaron. De los bots programados para replicar un mensaje hasta las granjas de trolls contratadas para posicionar un hashtag, el poder de los algoritmos se consolidó como una herramienta de influencia política sin precedentes. La pregunta que queda en el aire es si las redes sociales seguirán siendo el escenario de la política del siglo XXI o si surgirán nuevas plataformas, nuevos actores y nuevas formas de control sobre la narrativa pública.
Nada de esto es nuevo. La industria de la salud siempre ha estado plagada de falsas promesas. La diferencia es que ahora la desinformación no circula de forma orgánica, sino de forma programada. Y eso lo hace mucho más difícil de combatir.