El bucle sin fin

Diciembre siempre me pareció un mes medio tramposo. El cierre del año llega con esa mezcla de ansiedad y nostalgia que nos empuja a un comportamiento casi ritual: hacemos balances, escribimos resoluciones, y muchas veces adornamos nuestras redes con imágenes de atardeceres perfectosmesas bien puestas y destinos algo exóticos. Es el espejismo del fin de año, un filtro aplicado no solo a nuestras fotos, sino también a nuestras emociones.

Pero mientras esas imágenes desfilan por mi feed, me descubro atrapado en algo más grande. El bucle sin fin. Esa trampa invisible que transforma un “solo un minuto más” en horas interminables frente al teléfono. No estoy hablando de doomscrolling o del algoritmo diseñando nuestras vidas, aunque eso también. Hablo del momento en que levantás el celular para ver algo puntual y terminás navegando por vidas ajenastutoriales que nunca aplicarás y reels que olvidás prácticamente al instante.

En el fondo, sabemos que el problema no es el teléfono. Es lo que buscamos en él. Porque mientras nos muestra atardeceres de Bali o cenas navideñas impecables, lo que realmente estamos buscando es algo que nos falta: conexiónvalidacióndistracción, tal vez una mezcla de todo. Y ahí está la paradoja. El celular nos ofrece todo eso, pero nunca en la medida suficiente. Como ese amigo que siempre te escucha, pero nunca te abraza.

 

Este año, la tecnología avanzó a un ritmo que sigue dejándome boquiabierto. Sora, de OpenAI, nos permite transformar palabras en videos espectacularesGrok, el asistente de IA de X, predice nuestras necesidades antes de que las tengamos. Y ChatGPT, en su modo de voz avanzada, ahora no solo entiende lo que decimos, sino cómo lo decimos, reconociendo nuestras emociones. Pero en este sprint tecnológico, donde todo es más rápidomás eficientemás accesible, ¿qué estamos ganando realmente? Y, más importante aún, ¿qué estamos perdiendo o cediendo?

Diciembre es el mes que más expone nuestra relación con la tecnología. Mientras decoramos nuestras casas, también decoramos nuestras vidas digitales. Publicamos fotos de mesas que tardamos horas en preparar, pero que se enfrían porque estamos eligiendo el filtro perfecto. Subimos atardeceres que disfrutamos menos de lo que parece, porque estábamos ocupados capturándolos. ¿Y por qué lo hacemos? Porque queremos ser parte del bucle, de esa narrativa colectiva que nos dice que todos la estamos pasando increíble.

Pero sabemos que no es del todo cierto. Por cada foto de una cena perfecta, hay discusiones no publicadas. Por cada destino exótico, hay un vuelo atrasado. Por cada “felices fiestas” en WhatsApp, hay un vacío que no siempre se llena. Y mientras tanto, el teléfono vibra, suena, se mueve, reacciona. Notificaciones que nos reclaman atención. Mensajes que exigen respuestas inmediatas. Stories que sentimos la obligación de ver. Porque, aunque digamos que odiamos el bucle, lo seguimos alimentando.

No soy fan de los balances de fin de año. Siempre me parecieron una trampa, una forma de mirar hacia atrás mientras el futuro nos empuja sin frenos. Pero si hay algo que diciembre me hace pensar es esto: ¿qué queremos que nos quede de todo esto? Hablo de lo que realmente nos conecta. Porque la conexión no está en el teléfono, ni en las notificaciones, ni en los likes. Está en las pausas. En los momentos en que nos permitimos salir del bucle.

Quizá no podamos evitar el espejismo del fin de año, pero sí podemos decidir qué hacer con él. Tal vez sea momento de mirar menos hacia afuera y un poco más hacia adentro. No para desconectarnos, sino para reconectarnos. No para rechazar la tecnología, sino para usarla como un puente, no como un ancla.

Y mientras escribo esto, una notificación aparece en mi pantalla. Quizás sea el algoritmo diciéndome que ya es hora de terminar. O tal vez, soy yo mismo, recordándome que, a veces, lo más importante no está en el teléfono, sino al otro lado de la mesa.