En el capitalismo postindustrial que estamos viviendo, todos queremos ser jefes, y nadie quiere ser empleado. Y la tecnología juega un papel fundamental en este empoderamiento de los individuos.
e acuerdo con la revista The Fast Company, sin importar el área, el mayor atractivo que encuentran los trabajadores del siglo XXI a la hora de describir su trabajo ideal, es la ausencia de cualquier tipo de autoridad. Es decir que, de alguna manera, el tiempo que nos toca vivir, todos queremos ser “nuestro propio jefe”. Te invito a hacer el ejercicio de googlear la expresión (sé tu propio jefe). Te advierto que las imágenes que se mostrarán a continuación pueden dañar su sensibilidad, y herir su inteligencia. Pero si lograron hacerlo a pesar de la advertencia, podrán observar la enorme cantidad de entradas de blogs, infografías, e incluso revistas respetables que responden a esa consigna en x simples pasos. De alguna manera, en el capitalismo postindustrial, todos queremos ser jefes, y nadie quiere ser empleado.
Individualismo. Esto no es casualidad. En tiempos de la modernidad líquida, la sociedad se basa en un profundo individualismo. Cada uno de nosotros, con nuestro monoambiente, nuestro emprendimiento personal, nuestro auto Smart (o bicicleta), nuestra notebook y nuestro teléfono, estamos empoderados individualmente. La tecnología nos ha empoderado y nos ha vuelto más independientes de otras personas o instituciones: ¿Para qué necesitamos un fotógrafo profesional si tenemos en la palma de nuestra mano una cámara de última generación? ¿Por qué contrataremos a un decorador de interiores si tenemos Pinterest para inspirarnos? ¿Cuántos de nosotros dejamos de leer los diarios y nos informamos vía Twitter?
La narrativa de que la tecnología está empoderando a los humanos individualmente es cada vez más escuchada entre las comunicaciones oficiales de las grandes empresas. Podría sonar algo utópico, pero tiene algo de sentido si lo pensamos en perspectiva histórica. ¿Quién podría negar que hoy tenemos -al menos en potencia – un gran poder en nuestras manos? Y a un muy bajo costo relativo si se lo compara con el valor de las tecnologías de punta hace algunas décadas. El hecho de que cualquier smartphone de gama media posea mayor capacidad de cómputo que todas las computadoras que llevaron al hombre al espacio juntas, es particularmente ilustrativo. Pero la tecnología puede volvernos superhumanos o humanos super dependientes. ¿De otros? no. Pero sí de la propia tecnología. Y la sutil pero fundamental diferencia entre ambos escenarios está justamente en el valor de lo humano. En la capacidad de poder utilizar esa tecnología como creadores responsables y no meramente como consumidores. Y el primer paso para comenzar a hacerlo es comprender cómo funciona, cuáles son sus ventajas, pero también cuáles son sus peligros. La mirada utopista sobre el rol de la tecnología en el empoderamiento de lo humano, peca de la misma ingenuidad que la mirada distópica que veremos a continuación: ambas olvidan del rol fundamental que ocupan las personas, que son quienes, en definitiva, crearon esa tecnología.
Emprendedurismo. Desde una perspectiva neomarxista, el auge del emprendedurismo es el mayor de los triunfos del capitalismo desde el punto de vista cultural. Y esto es porque los que antes eran potenciales agentes de la revolución, ahora son más bien promotores del sistema. En otras palabras, el obrero ya no quiere ir contra el capital, sino convertirse él mismo en capitalista. No es de extrañar que desde esta perspectiva filosófica, aunque no exclusivamente, salgan las mayores críticas a la teoría del empoderamiento de los individuos en el siglo XXI. Byung Chul Han describe esto como la conversión del proletariado en un proyecto de empresariado que, en la mayoría de los casos, nunca termina materializando del todo. Los sujetos nos autoexplotamos y trabajamos a deshora, incluyendo los fines de semana, y renunciamos voluntariamente a los derechos adquiridos porque “somos nuestro propio patrón”. Tenemos la ilusión de libertad y esa ilusión es también de poder. De alguna manera el lema del capitalismo contemporáneo sería ¿Por qué explotar a alguien si puede explotarse sólo?
Si alguno de ustedes intentó alguna vez emprender (con o sin éxito), casi con seguridad se sentirá identificado con parte de lo que dice Chul Han, especialmente en su ensayo titulado La Sociedad del Cansancio. En esos momentos de euforia inicial de nuestro emprendimiento nos autoexplotamos. La respuesta más repetida ante la pregunta “¿Cómo estás?” suele ser “Bien… cansado… con mucho trabajo”. Y tomamos eso como algo normal. Tomaríamos con cierta desconfianza a alguien que nos dijera que está aburrido, con poco trabajo y mucho tiempo libre. La agenda “explotada” es casi un motivo de orgullo y no de preocupación. El síndrome de burnout (agotamiento) es más común de lo que creemos, y se ha profundizado en los últimos años. De hecho, según un estudio del portal de empleos Bumeran, el 90% de los argentinos afirmó haberse sentido quemado laboralmente durante la cuarentena de 2020.
A pesar de que nuestra percepción es que somos más libres y trabajamos menos, para Chul Han estamos más cansados y somos cada vez más esclavos. La pregunta entonces sería, en parte, ¿por qué la percepción humana iría exactamente en sentido contrario a la experiencia real de la vida en el siglo XXI? O dicho de un modo un poco más académico: ¿Acaso somos tan idiotas que no nos damos cuenta que estamos siendo explotados mientras nos creemos cada vez más libres?
Sentido común. Ni una cosa ni la otra. Uno de los temas más recurrentes en los ámbitos académicos y el estudio de las ciencias sociales en las últimas décadas, tiene que ver con el poder de los medios de comunicación. Y en general, de aquellas instituciones que con su discurso van moldeando el sentido común de la sociedad. O, dicho de otro modo, aquello que todos creemos como cierto y damos por sentado casi sin cuestionamiento. Así, por ejemplo, sería casi de mal gusto y sin dudas políticamente incorrecto, cuestionar a una tía que nos regala para navidad un almohadón estampado con la frase “Puedes lograr lo que quieras, solo tienes que intentarlo”. O una taza con la inscripción “No hay nada que no puedas hacer si te lo propones”. Y cosas por el estilo.
Desde una perspectiva gramsciana, de la que están imbuidos los filósofos neo-marxistas que citamos, el hecho de que a alguien se le ocurra grabar esas frases en una taza o un almohadón está directamente relacionado con los mensajes que se construyen desde los medios de comunicación, el cine, o la escuela, generando un “sentido común” social que todos damos por hecho.
Ahora bien. Volvamos entonces a los individuos. Más allá del poder de las grandes empresas, de los Estados, e incluso de los medios de comunicación y las grandes instituciones de “formación de discurso”, es innegable que, al menos en términos relativos, los individuos hemos acortado la brecha de poder que existe entre nosotros y las otras instituciones mencionadas. El típico caso que suele citarse para ilustrar esta idea es el ataque a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, cuando 13 individuos, prácticamente desarmados, pusieron en jaque a la principal superpotencia del mundo de entonces. Claro que alguien bien podría decir que, si nos ponemos exquisitos, no se trataba solamente de individuos, sino que había detrás de ellos toda una organización terrorista transnacional apoyada por poderosos Estados con determinados intereses.
Ok. Tomamos el punto, aunque es discutible. Vamos entonces con otro ejemplo. Edward Joseph Snowden es un millennial atípico: A los 18 años tomó la decisión de ingresar al Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, soportando un entrenamiento físico que presentaba grandes dificultades para su altura standard y sus apenas 63 kilos. Fue una severa lesión producida en ese mismo entrenamiento lo que lo obligó a cambiar de rubro, y dedicarse al mundo de la informática, tanto en la NSA (Agencia de Seguridad Nacional), como en la CIA (Agencia Central de Inteligencia). Los detalles de su vida personal y laboral están muy bien ilustrados en la película de Oliver Stone que lleva su apellido y fue estrenada en 2016. Pero hagamos un fast forward hasta 2013, cuando el prodigio informático se convirtió en el enemigo público número uno de la Casa Blanca por denunciar en el periódico inglés The Guardian la existencia de una monumental red de espionaje patrocinada por el gobierno norteamericano que causó un escándalo internacional.
¿No les gusta Snowden? Bueno, el caso de Julian Assange es bastante distinto al de Snowden, pero comparten ciertos elementos en común. Este programador y activista australiano, trabajó durante años en los límites del periodismo de investigación desde el sitio de internet mundialmente conocido como WikiLeaks. Tanto es así, que en 2009 fue el ganador de los Premios Amnistía Internacional de los Medios Británicos por sacar a la luz asesinatos extrajudiciales en Kenia, con una investigación que tituló El Llanto de la Sangre. Pero su suerte cambió en 2010, cuando en lugar de exponer dictadores africanos, más de 70 mil informes militares y casi 400 mil documentos sobre la Guerra de Irak, donde el principal blanco fue – aunque no exclusivamente – el gobierno de Estados Unidos. En ese momento, se convirtió en uno de los fugitivos más buscados del mundo, alojado más de seis años en la embajada ecuatoriana en Londres.
En estos dos casos, se sigue una lógica similar al caso del Washington Post: revelar información sensible puede afectar las posiciones de poder de un Estado, o un individuo, tanto o más que un ataque sobre su territorio. Sin embargo, existe una sutil pero crucial diferencia: el actor empoderado ya no es un medio de comunicación – léase una gran corporación – sino más bien un solo individuo. Y esa es una característica crucial y distintiva del mundo del siglo XXI.