Si gugleamos “Los millennials son…”, el algoritmo del buscador completará la frase con expresiones como “nativos digitales”, “socialistas”, “pobres”, “estúpidos” o “egoístas”. El cliché es que no tienen aspiraciones.
El cliché de los millennials suele pintarlos (pintarnos) como una generación arrogante, poco interesada por el trabajo, impaciente y sin grandes aspiraciones en la vida. Fuerte.
En caso de que esto sea cierto, el mundo estaría ante las puertas de un problema muy grave: de acuerdo con estudios del Organismo Internacional de la Juventud (OIJ) para el 2025 los millennials representarán cerca del 75% de la fuerza laboral mundial. Si tres de cada cuatro trabajadores tienen las características que vimos más arriba, ¡¿qué nos espera a la humanidad?!
En primer lugar, hay que decir que no todas las características que se le atribuyen a la generación digital son negativas. También se les reconoce una mayor capacidad de relacionamiento con las tecnologías emergentes –algo que siempre es necesario en cualquier organización–, el desarrollo de una cierta capacidad multitarea, que por momentos llega a irritar a otras generaciones, y una mayor conciencia social y ambiental, así como también una más desarrollada tendencia a la inclusión de minorías, ya sea por su orientación sexual, racial o étnica. No todo es malo en el mundo de los millennials.
El pensador Nicholas Carr, afirma que, debido a la intermediación digital, los seres humanos estamos desarrollando una suerte de mentalidad de malabarista. Esto es un pensamiento dividido entre muchos elementos que no puede profundizar en ninguno, y termina degenerando en razonamientos apresurados, distraídos y, sobre todo, superficiales. Además, nuestra “vida en la red” genera un sistema apresurado de respuestas y recompensas que no se compara a ninguna otra actividad que desarrollemos, especialmente en el trabajo o en la educación.
Educación. El sistema educativo es una cosa extraña. Nos depositan ahí a eso de los tres años, y se supone que tendríamos que estar –mínimo– hasta la mayoría de edad. Pero algunos todavía nunca pudimos salir, y otros tantos se quedan en el camino antes de tiempo.
Se supone que este lugar –ya sea que hablemos del jardín de infantes, el nivel inicial, secundario, o universitario– está adaptado a los retos y desafíos que nos preocupan, y nos permitiría prepararnos para el complejo mundo de la adultez. O al menos lo suponemos.
Este sistema, tal como lo conocemos, fue pensado para las sociedades industriales del siglo XIX, contemplando sus retos, sus desafíos, y también sus características. Pero, ¿es adecuado este modelo a las necesidades del siglo XXI?
Para el sociólogo y educador español Manuel Castells, la respuesta es un contundente “no”. Es más, desde su perspectiva, el sistema educativo que suele usarse en colegios y universidades del mundo es altamente obsoleto. Por una sencilla razón: ya no sirve para lidiar con las características y los desafíos del siglo XXI. La forma en que se suelen dictar las clases, con su formato “magistral”, nos enseña a escuchar, memorizar y repetir. Pero ninguna de esas habilidades nos será útil en el mundo laboral al que nos enfrentaremos cuando salgamos del sistema educativo. ¿Para qué necesitamos memorizar enormes cantidades de contenido? ¿No sería más útil que nos ayuden a consolidar nuestro pensamiento crítico para que podamos discernir cuándo una fuente es falsa o no? ¿O que nos enseñen a ser más creativos e innovadores para resolver problemas complejos?
Esas habilidades de las que hablábamos (pensamiento crítico, innovación, creatividad y resolución de problemas complejos) son las que el Foro Económico Mundial calificó como “las habilidades del futuro”, tras realizar un estudio sobre las competencias más demandadas por los empleadores a la hora de elegir trabajadores. Pero difícilmente el sistema educativo tradicional nos ayude a fomentar dichas habilidades. Más bien, todo lo contrario.
¿De qué se trabajará los próximos años? ¿Dónde se formarán los humanos del futuro?
En este contexto, las generaciones digitales tienen fortalezas y debilidades completamente diferentes a las generaciones que las precedieron (y que muchas veces son las que las educan). Nuestra mentalidad de malabarista nos hace muy difícil mantener la atención por mucho tiempo en una clase magistral, y reacciona mucho mejor ante estímulos visuales.
Esto no quiere decir de ninguna manera que no tengamos que trabajar en nuestra capacidad de concentración, pero: ¿por qué no aprender a aprovechar nuestras capacidades multitarea? ¿Por qué no desarrollar estrategias educativas que, en lugar de castigar la distracción, permitan captar nuestra atención de otro modo?
Trabajo. El 7 de junio de 2019, el tenista suizo Roger Federer perdió contra su par español Rafael Nadal en las semifinales del Grand Slam Roland Garros. Los seguidores del tenis sabrán que, en esa semifinal, por darse en una superficie de polvo de ladrillo, la cancha estaba inclinada para Nadal. De todas formas, para los más pragmáticos, Federer obtuvo la nada despreciable suma de 600 mil dólares a modo de premio.
Unos meses después, un joven de 13 años nacido en Tigre, a unos kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, obtuvo alrededor de 900 mil dólares por ubicarse en el quinto puesto en el Torneo Mundial de Fortnite. Tiago King Lapp, con su corta edad, despertó todo tipo de sorpresas y preguntas: ¿es un trabajo jugar videojuegos? ¿Tenemos que empezar a entrenar a nuestros hijos en Fortnite?
Francamente, la sorpresa de los medios masivos de comunicación ante esta realidad llega un poco tarde. Hoy tenemos trabajos como Relator de League of Legends, Analista de métricas de redes sociales, o generador de contenido para TikTok. Imaginen por un momento un “Avisos clasificados” de las próximas décadas: “Buscamos generador de contenido en TikTok, preferentemente joven. Requisitos: más de 100 mil seguidores, al menos un millón de likes, experiencia de dos años en la red social. Disponibilidad inmediata. Género indistinto.
Esto puede parecer exagerado. Y efectivamente lo es. Pero tiene el objetivo de marcar un punto que pocas veces se discute en el debate público: ¿de qué trabajaremos en unos años? ¿Dónde y cómo se formarán los humanos del futuro? ¿Cuáles serán las habilidades requeridas?
De acuerdo con Simon Sinek, esta generación fue criada bajo la falsa idea de que eran especiales y que podían lograr cualquier cosa que se propusieran. Por una generación de padres que buscó quitarle constantemente las piedras del camino. En algunos casos, incluso, la educación hasta en su plano universitario, contribuyó a reproducir y profundizar estas ideas.
Pero, ¿qué pasa cuando esta generación llega al mundo laboral y descubre que no solo no es especial, sino que tampoco pueden lograr cualquier cosa que se propongan? Cuando están en un mundo dominado por otras generaciones, con ideas completamente distintas del mundo, y encima tienen que respetar el horario de oficina. Depresión.
¿Sin jerarquía? En los últimos veinte años, para bien o para mal, los espacios de trabajo se fueron adaptando a los millennials, y no tanto al revés. Las razones para que esto haya sucedido son diversas: la necesidad de atraer y retener talento joven, las empresas jóvenes que marcan tendencia, o el efecto imitación de siempre. Pero más allá de eso, vemos cómo los espacios de trabajo han pasado de un modelo de organización piramidal con oficinas confinadas y escalas de privilegio, a una oficina –al menos en su estructura arquitectónica– abierta y al home office. Hasta hace unos años, la oficina más grande y con mejor vista iba para la persona “más importante”. Hoy, los jefes y sus equipos se encuentran en el mismo espacio, con la misma vista. El símbolo de jerarquía se va borrando, y la horizontalidad parece imponerse.
Pero, ¿hasta qué punto se perdió esa jerarquía? La diferencia en los salarios sigue existiendo, al igual que la experiencia y la capacidad de lidiar con situaciones de crisis. Que estemos en la misma oficina que nuestro jefe, con la misma vista, y la misma posibilidad de buscar snacks de la cocina, no quiere decir que seamos el jefe. La diferencia existe, y es normal que así sea. Como decíamos, esta generación creció pensando que podían tener todo lo que deseaban, exactamente en el momento que deseaban. Amazon, Rappi, Tinder y Google se encargan. Pero hay una cosa que no podemos conseguir rápido y sin esfuerzo: satisfacción laboral y reconocimiento. Por ahora, para crecer en el mercado laboral se sigue necesitando –en la mayoría de los casos– esfuerzo, dedicación, levantarse temprano y acostarse tarde, paciencia y muchas veces hacer cosas que no nos gustan, ni nos motivan, ni nos emocionan.
Paciencia y tiempo parecen ser de las commodities más preciados para una generación que se crió sin ninguna de esas dos cosas. Y eso está demostrado en las variaciones que está teniendo el mercado laboral. Según un estudio de la plataforma Freelancer, los nacidos a partir de 1995 duran un promedio de ocho meses en los trabajos. Eso nos habla de un mercado de trabajo mucho más dinámico, al que vamos a tener que acostumbrarnos en el futuro.