Los datos están en todas partes. De hecho, los seres humanos en el siglo XXI nos hemos vuelto prácticamente máquinas de producir datos. Podríamos afirmar que casi todas las acciones que realizamos, desde elegir una película hasta scrollear en una red social mientras esperamos nuestro turno en un consultorio médico, genera algún tipo de dato, que luego será utilizado de tal o cual forma. La famosa enunciación que secunda el título de esta columna y que suele atribuirse a Thomas Hobbes, no es una simple frase hecha más. La información es poder, y los datos, pueden (o no), convertirse en valiosa información.
Recurrente. La idea del poder detrás del poder o el poder en las sombras, suena un poco a teoría conspirativa, pero es algo recurrente en la historia de la humanidad. Los masones, los templarios, las sociedades secretas, el poder económico, las grandes empresas, o los servicios de inteligencia, siempre han sido señalados como “el verdadero poder”, por su capacidad de influir en la toma de decisión, tanto o más que los gobernantes de turno.
La película norteamericana “The Post”, estrenada en 2017, relata uno de los hechos más significativos en la historia reciente de la prensa estadounidense. El film, dirigido por Steven Spielberg, se concentra en el escándalo político que provocó la filtración en la prensa de documentos secretos sobre la Guerra de Vietnam durante la década de 1970, y los esfuerzos del gobierno para evitar esas filtraciones. No es ni la primera ni la última película que tendrá como uno de sus temas destacados “El poder de los medios de comunicación”, temática por demás recurrente en el siglo XXI.
La idea del poder detrás del poder es recurrente en la historia de la humanidad
Pensemos ahora en la dimensión individual de esta frase. Cuando, por alguna razón, contamos un secreto muy personal a alguien, esta persona pasa a tener una suerte de poder sobre nosotros. Claro que, en una situación ideal, nunca contaremos un secreto a alguien en quien no confiáramos. Pero, lamento decirles que la vida está llena de situaciones no-ideales. Pensemos por ejemplo ahora en alguien que sabe cuáles son tus preocupaciones, tus gustos, tus miedos, tus amigos, tu ubicación en tiempo real de manera constante y tus conversaciones personales. Definitivamente tiene que ser alguien de muchísima confianza… ¿o no?
Dinero. Un estudio del instituto científico español Imdea Networks, realizado en 2017, reveló que siete de cada diez aplicaciones móviles comparten los datos de sus usuarios con terceros, generalmente con el objetivo de segmentar a los usuarios y personalizar mensajes de marketing digital. Diversos cálculos han estimado que, en un teléfono promedio, los usuarios contamos con alrededor de 25 aplicaciones, lo que querría decir que 18 de esas 25 apps están recopilando tus datos y haciendo dinero con ellos.
Otro estudio, pero de la Universidad británica de Oxford, descubrió que casi el 90% de las empresas que compartieron sus datos lo hicieron con empresas de Alphabet Inc., como Google o YouTube. Otras de ellas fueron Facebook o Twitter. Ahora bien. Seamos sinceros con nosotros mismos: ¿Cuántas veces hemos leído los términos y condiciones de alguna red social? Según un estudio de la consultora Visual Capitalist, el 98% de las personas entre 18 y 34 años no lee los famosos términos y condiciones. Es decir que prácticamente nadie está al tanto del contrato que acordamos respetar con las aplicaciones con las que convivimos casi todo el día.
Pero no pensemos que solo es una cuestión de falta de interés. De acuerdo al mismo estudio, para leer todos los términos y condiciones de Spotify, una persona promedio necesita 31 minutos, mientras que para hacer lo propio con TikTok necesitaría 35 minutos. Para graficarlo, el artista y diseñador Dima Yarovinsky realizó una muestra en 2018 que bautizó como “I agree”. En ella, imprimió en rollos de colores tamaño A4 estándar los distintos contratos de términos y condiciones de uso de empresas como Snapchat, Facebook o Tinder, y los pegó en la pared de la Academia de artes y diseño Bezalel en Jerusalén. La mayoría de esos rollos, se extendían también por el suelo, y tenían una altura dos o tres veces superior a la media de los visitantes.
Para leer todos los términos de aceptación de Spotify se necesitan 31 minutos
Sin coacción. Lo más curioso en este caso, y a diferencia de lo que podría suceder con un “secuestro digital”, es que aceptando los términos y condiciones (que no leemos), nosotros no estamos entregando todos nuestros datos por coacción, sino que más bien lo hacemos por propia voluntad. O, mejor dicho, por nuestra propia voluntad, hasta ahí. Esa voluntad surge muchas veces de una necesidad imperiosa de pertenecer (a una determinada red social, a un grupo de amigos, o a un entorno laboral). Podríamos decir entonces que estamos prácticamente ante un destino inevitable: ¿Estamos obligados a compartir nuestros datos personales?
Esto nos permite plantearnos un primer interrogante: ¿Tendríamos entonces que borrar todas las aplicaciones para proteger nuestros datos personales? ¿La forma de volver a tener control sobre nuestra privacidad es volviendo a una realidad en la que no existan las redes sociales?
No es extraño que ante las características negativas que experimentamos por los avances tecnológicos, nuestra primera reacción sea intentar evitar su uso, como si eso solucionara el problema. Así, una vez que nos enteramos de todo esto, para cuidar nuestros datos personales o los de nuestros hijos, nuestra primera reacción puede ser desinstalar Facebook, Instagram y Spotify por unos días, hasta darnos cuenta de que ya nos acostumbramos demasiado a esas comodidades del siglo XXI. Probablemente esta no sea la solución, de la misma forma que para evitar las muertes por accidentes de tránsito tampoco se optó por prohibir la circulación de automóviles.
Mecanismos. El gran desafío de nuestra generación será entonces pensar mecanismos que permitan resguardar la privacidad de los individuos, reduciendo la vulnerabilidad de personas, compañías y gobiernos ante ciberataques, y permitiendo que estos modelos económicos basados en los datos continúen existiendo.
La verdad es que ya nos acostumbramos a estas comodidades del siglo XXI
La información (y no los datos), es poder. La diferencia es sutil, pero sumamente importante. Los datos “puros”, sin ser tamizados y analizados, no son más que un conjunto casi infinito e incomprensible de números.
En su libro “Borges, Big Data y yo”, Walter Sosa Escudero ilustra este concepto de manera muy sencilla utilizando un cuento del célebre escritor argentino. En el relato en cuestión, Borges cuenta la historia ficticia de Ireneo Funes, un joven uruguayo que tenía el don (o más bien, la maldición) de recordar absolutamente todo, lo que le valió el apodo de El memorioso. Para responder a la pregunta sobre qué había hecho en un día, Funes no tenía más opción que pasarse 24 horas relatando cada detalle de lo realizado, revelando una cantidad innecesaria y absurda de datos que no servían para nada. La gran moraleja de este cuento es que pensar es olvidar diferencias, es generalizar y abstraer. Si no abstraemos, somos solamente un conjunto de detalles. De datos. La capacidad de vincular esos datos y transformarlos en un insumo valioso: de marketing, de estrategia militar, de extorsión, o de comunicación política, es un factor fundamental de lo que llamamos Poder, con mayúscula. Funes no era poderoso, pero Google sí. Y la diferencia entre ambos, es que Google utiliza los datos para transformarlos en información que resulta valiosa para empresas y gobiernos.
Cuando decimos “Google”, no estamos hablando solamente de la compañía subsidiaria de Alphabet Inc. solamente, sino más bien del modelo económico que representa, y que se extiende a muchas otras (Spotify, Snapchat, Facebook, Netflix, entre otras): la monetización de los datos. O, mejor dicho, de la información. Es decir, aquel modelo que ha depositado cada vez más poder de manera silenciosa en un conjunto no demasiado grande de compañías que han hecho de los datos de todos los habitantes del mundo su mina de oro.